lunes, 18 de julio de 2011

FACUNDO

Roberto de Césare, el personaje de Ricardo Darín en Un cuento Chino, colecciona noticias absurdas, sobre hechos tan trágicos como increíbles. Por alguna misteriosa razón o mera coincidencia, sin conocer el argumento, la noche del 9 de julio vimos la película. Esa mañana nos habíamos desayunado, literalmente, con la paradoja mayúscula del crimen de Facundo Cabral. Quien haya visto el film de Sebastian Borenzstein acordará conmigo que un artículo sobre esta balacera equivocada era candidata a un recorte de Roberto. 
Coleccionista de inverosimilitudes, el ferretero hosco y solitario de la película, con una mueca-sonrisa, la hubiera pegado en su carpeta llena de asombrosas y hasta ridículas historias. Pero luego subí la apuesta y pensé que, como las vidas del chino Jun y Roberto se cruzan en el relato cinematográfico, supuestamente basado en hechos reales, mi vida y la de Rodolfo Enrique Facundo Cabral, anduvieron por las mismas coordenadas alguna vez. 
Fue por media hora, o poco más, cuando en la radio (LV16) me pidieron que lo entrevistara en uno de sus regresos a la Argentina, allá por los ochenta. Si, me lo pidieron. Que fuera yo el que dialogara con él y no recuerdo porque razón el conductor del programa (Dilena) me cedió ese lugar, cosa que debí agradecer, ahora que lo pienso. Me quedó grabada una frase de Facundo, cuando habló de la “masturbación de los intelectuales”, refiriéndose a los artistas que se adulan mutuamente solo por el hecho de escucharse en un intercambio de lisonjas, eso lo exasperaba. En la aún acartonada radio de esa época, la sola mención de la palabra masturbación era poco menos que un escándalo, confirmado por la cara de asombro de los que presenciaban la nota, aunque lo importante no era ese detalle sino la manera en que Facundo ponía bajo la lupa la intangibilidad de algunos de los considerados referentes de la cultura, a poco del regreso de la democracia, muchos de ellos carentes de una necesaria autocrítica por sus acciones u omisiones en los previos años de proscripciones y mordazas.
Tenía ese magnetismo que hacía mas atractivo su relato de más de 80 países recorridos, de su experiencia con la Madre Teresa, su manera extensa pero intensa a la vez de expresar sus pareceres, en tono cuasi épico y a veces como recitando “por milonga”. Yo, que sabía que unos años antes había pasado por aquí cuando se hacía llamar el Indio Gasparino, que encontraba sus letras en los “Cancioneros”, que después canté cientos de veces el que fuera el primero de los temas que escribió (Vuele bajo) y su declaración de principios, ese himno del cantor peregrino (No soy de aquí, ni soy de allá) había compartido un momento de mi vida con Cabral, pero ahora -recién ahora- me doy cuenta del valor de esa experiencia. Hoy, o mañana, cuando vuelva a cantar esas mismas canciones, será distinto. Habrá más de él en mi voz y más de mí en sus versos y sentiré en el pecho que, como todos los artistas, sobrevive en sus obras.
Un mensajero de la hermandad universal murió del modo más injusto e inesperado. No hay consuelo que valga, pero pensaba en la paradoja de este acto atroz, de pura violencia, que sin querer reivindica al juglar y restituye su prédica de paz y de esperanza a un lugar merecido, al menos por un tiempo.   

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